La letra del himno
El himno de Jeriñac
Serafín Fanjul
No se confunda, lector amigo; Jeriñac no es un estadillo francés en riñas medievales permanentes con los borgoñones o con el Franco-Condado, tampoco un linimento ni un mote endosado al actual ministro de Justicia. El asunto nos cae más cerca y en él se cruzan pasado y presente: nuestra historia eternamente renovada y fecunda. Se cuenta una anécdota atribuida a José María Pemán –cuya autenticidad no puedo corroborar, pero si non é vero...– de los tiempos en que los franceses se adjudicaron en exclusiva, con razón o sin ella, la denominación Coñac (o Cognac), con lo cual los productores de caldos semejantes hubieron de buscar otro apelativo genérico para el licor que elaboraban y una marca jerezana convocó un premio para la mejor propuesta, premio que ganó Pemán con la galana palabra compuesta Jeriñac, inventada por él.
La cosa duró poco, porque entre parabienes y aleluyas se fueron a cenar –o almorzar, tanto no precisa el chascarrillo– a un buen restaurante y, a los postres, el gaditano, triunfal y prosopopéyico, se dirigió al camarero con un "Jeriñac, por favor", tan natural como convincente. Y con no menor naturalidad contestó el interpelado: "Por el pasillo, la segunda puerta a la derecha". Estocada, descabello y puntilla de un solo golpe. Nunca más se habló del Jeriñac, como es lógico y el pueblo (no las etiquetas de las botellas) siguió llamando coñac al coñac o, mejor aun, coñá y la coñá.
Me viene a la memoria aquella historieta al enterarme de que un señor de nombre Alejandro Blanco –de cuya existencia no tenía la menor idea, porque las burocracias deportivas no son mi fuerte–, presidente del Comité Olímpico Español, ha propuesto prefabricar una letra para el denominado Himno Español, aunque propiamente se llama Marcha Real o de Granaderos. Las causas que aduce para la petición son razonables y todos, de no ser etarras o puyolitos, guerrilleiros ceibes o cualquier otro representante de la trágica cazurrería nacional (que son unos cuantos), nos hemos sentido avergonzados e incómodos en alguna ocasión cuando nuestros deportistas no pueden cantar su himno como todo el mundo.
Pero esto es lo único que inquieta a don Alejandro y a la inmensa mayoría. A mí me preocupa más que en la concentración espontánea habida en la Puerta del Sol, la tarde en que se supo el asesinato de Miguel Ángel Blanco, allí nadie sacara una bandera ni cantara el himno de España, entre otras cosas porque no lo tenemos. Delante de mí, en sustitución, un grupo de mujeres jóvenes saltaba y coreaba "Un bote, dos botes, etarra el que no bote". Corrido de vergüenza, me largué de allí. Creo haberlo referido en alguna otra ocasión. Reconozcamos que por aquel tiempo nadie se atrevía a exhibir símbolos nacionales, más por considerarlo de mal tono que por despego verdadero: los progres habían hecho bien su labor de terrorismo de la imagen.
Y, sin embargo, la identificación grupal que se produce en una canción colectiva no tiene parangón entre las actividades humanas, ya sea expresión de tristeza, jolgorio o ataque. Si ese canto va acompañado de los colores de una bandera, el efecto emotivo es arrollador y el individuo se siente miembro y partícipe del grupo, seguro y flanqueado por sus iguales, hermanados todos en un sentimiento común. Obviamente, hay en ello mucho de ilusión, de sentimentalismo e irracionalidad, pero ¿son malas las ilusiones, no nos ayudan a vivir? ¿El sentimentalismo debe ser, sin remisión, pastoreado por malos caminos?
Todo esto es tan sabido como la anécdota de Pemán, pero en nuestro país se ha despreciado asociándolo a los fuegos de campamento de la Falange infantil en que nos enseñaban canciones, después por nosotros mismos repudiadas, pero que, vistas en perspectiva, no siempre carecían de poesía y grandeza, al menos algunas. La incapacidad de la izquierda para distinguir el trigo de la paja –separar sus rencores de lo que hubiese de aprovechable en el régimen anterior–, así como la inopia de la derecha que, a toda costa, buscaba no ser identificada con el franquismo (con escaso éxito), nos ha dejado sin pabellón nacional durante muchos años y sólo las infamias de Rodríguez nos han obligado a recuperarlo. La alternativa es triste: una señora alemana, cuyo padre murió en los últimos días de la Guerra Mundial en un submarino, me aseguró, entre terne y vengativa, no necesitar de ninguna bandera para vivir. "Claro, por eso necesitas a tu gato", pensé, sin llegar a la crueldad de decírselo.
Bienvenida la letra, pues. Pero aquí no acaba el asunto. Un himno nace como expresión colectiva (aunque lo compongan una o pocas personas) de un estado de ánimo, de una situación dramática y heroica, de lucha y sacrificio, si aspira a perdurar enraizado en el alma popular, aprendiéndolo la gente sin coerción ninguna, ni burócrata o listillo de la SGAE que cobre por ello. Pero por lo oído hasta el momento, vamos por el peor camino imaginable, como tantas veces: unos cuantos amiguetes harán un churro políticamente correcto, siguiendo los bondadosos deseos de don Alejandro, y se cobrarán el barato, como los majos antiguos. Habrá de ser una letra que hable de un país "abierto, con gran diversidad y nada de política, etc." Y alguna parvada más de idéntico jaez. Pues estamos frescos. Y están, si esperan que muchos españoles nos identifiquemos con una memez digna de Ana Belén: no lo olviden. Y tampoco pierdan de vista que los otros, los progres, no aprenden ni canturrean himnos, esas antiguallas retrógradas, lo suyo es arrobarse encendiendo mecheros con las novedades de Serrat y Sabina.
No más les recuerdo que el intento de Florentino Pérez –gran especialista en ladrillazos pero, me temo, en nada más– de cambiar el himno del Real Madrid, por mucho que lo cantara Plácido Domingo, con su melopea insulsa y ñoña que duerme al ganado lanar, desembocó sin remedio en el retorno al "Noble y bélico adalid, caballero del honor", que es lo que la gente quiere, vivir la épica, cuando menos en los labios y en el corazón, sugiriéndose a sí mismo el hombre corriente que pudo ser, que es, algo más que empleado de banca o mancebo de farmacia. Pero alguien cobró por el bodrio, como Antonio Gala trincó los cuartos del libreto que le encargaron para la ópera del V Centenario en el 92, él, tan desmitificador de la inmunda historia de España. Y Agustín García Calvo tampoco hizo ascos a los buenos duros que Joaquín Leguina (qué ocurrencia, encargar un himno a un ácrata en ejercicio) le apoquinó por perpetrar una burla a todos los himnos, patrias y regiones, que llevó el nombre de "Himno de Madrid" o cosa similar (a propósito, ¿alguien se sabe la letra?). Me recuerdan estos progres revoloteando alrededor de la guita aquel comentario del Conde de Tendilla (1504) sobre un tipo que era, o se fingía, enajenado mental: "aunque loco se tyene noventa mill maravedís o más de la cavalgada y no quiere venir a oyr sentençia". Así son.
Si los de una y otra orilla somos capaces de distanciarnos por un instante de nuestras fobias y filias y quedarnos en el efecto de emotividad que provocan, quizá convengamos en que La Marsellesa, La Internacional, el Cara al Sol o el Horst Wessel Lied son canciones que pueden erizar el vello. Todas ellas hablan de renuncias, de abnegación y muerte, de armas ("Aux armes, citoyens / formez vos bataillons..."), de gestos heroicos y luchas sociales y patrióticas, pero también de esperanza y resurgir de la nación ("Al combate, corred, bayameses, / que la Patria os contempla orgullosa, / no temáis una muerte gloriosa / pues morir por la Patria es vivir", dice el himno de Cuba que, por cierto, data de la primera guerra de Independencia).
El himno de Galicia, tras los verdores y el rayo de luna, invoca a no olvidar da inxuria o rudo encono, así pues, nación de Breogán, espabílate del sueño, vaya, que hay que pasar factura, a los castellanos se entiende. Y Els Segadors no esconde nada: reluzcan las hoces tintas en sangre castellana. Nadie lo prohíbe ni un servidor suscribiría tales pudores. Himnos con dignidad y empaque por igual son los de Alemania, Gran Bretaña o Rusia, en tanto entre otros, adoptados como tales pero no nacidos con ese fin, podemos contar el dulce y marchoso pasadoble Islas Canarias, el tierno y melancólico Asturias, patria querida, o el vibrante Valencia, que nos alegran y mueven a sonreír aunque no seamos valencianos ni canarios. Pero se trata de canciones populares ya enraizadas y canonizadas por el tiempo a las que se ha elevado a la categoría de himnos: nada que objetar.
Enterémonos: un himno no se improvisa ni se inventa artificialmente y si la España actual es incapaz de generar un himno heroico porque ella misma no lo es, sugiero que, al menos, sea digno y, si no, quedémonos como estamos, tarareando el chunta-chunta, porque veo muy difícil enardecerme y vibrar de entusiasmo o dolor (eso es también un himno) por las mismas cosas que Moratinos. Ni siquiera para celebrar una medalla de oro en hockey sobre patines.
Miedo me da la letra que se le puede ocurrir a cualquiera de los intelectuales del régimen. Por supuesto que será sectaria, partidista, manipuladora, .... pero sobre todo cursi, redicha y ridícula hasta el infinito.
Si es el Parlamento actual el que tiene que poner la letra al himno, va a salir algo parecido a lo del Grupo Risa (minuto 12), cantado por ZP:
Nación de naciones,
¡Hoy vamos a ganar!
Desde el respeto ante nuestro rival
nunca metáis el pie y siempre dialogad
¡Gloria a Polanco
y qué idea genial
el rojo de la camiseta nacional!
http://www.liberalismo.org
Etiquetas: La España de Torrente
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