Mujeres víctimas de la barbarie islámica
La barbarie islámica
Por PHYLLIS CHESLER ( psiquiatra y autora de libros como The Death of Feminism, Letters to a Young Feminist y The New Anti-Semitism)
Una vez estuve cautiva en Kabul. Por aquel entonces era la esposa de un encantador, seductor y occidentalizado musulmán afgano, a quien conocí en una universidad norteamericana. Mi purdah fue de relativo buen tono, pero no lo era, para nada, la completa reclusión en que vivían las mujeres.
Cuando llegué a Kabul, un funcionario del aeropuerto me confiscó, con toda la amabilidad del mundo, mi pasaporte norteamericano. "No te preocupes, es sólo una formalidad", me aseguró mi marido. Nunca volví a ver ese pasaporte. Más tarde supe que se les hacía lo mismo a todas las extranjeras que habían contraído matrimonio con un afgano, quizá para imposibilitarles la huida.
De la noche a la mañana, mi marido se convirtió en un extraño. El hombre con quien había hablado de Camus, de Dostoiesvki, de Tennessee Williams y de cine italiano se había vuelto un extraño. Me trataba igual que su padre y su hermano mayor trataban a sus esposas: con frialdad, con un dejo de desdén y embarazo.
Durante los dos años que estuvimos saliendo, mi futuro marido jamás me dijo que su padre tenía tres mujeres y 21 hijos. Tampoco me dijo que lo que se esperaba de mí era que viviera como si me hubieran educado a la afgana, esto es, enclaustrada y rodeada sólo de mujeres. Que sólo pudiera salir a la calle acompañada de un varón de confianza. Que me pasara los días esperando a que mi marido regresara a casa, visitando a mis parientes femeninas o tejiendo ropa.
En EEUU, mi marido estaba orgulloso de que yo fuera una librepensadora y una rebelde nata. En Afganistán, mis críticas al trato que recibían las mujeres y los pobres le convertían en un elemento sospechoso, vulnerable. Se mofaba de mis reacciones, movidas por el horror.
¿Qué me horrorizaba? Lo que veía. ¿Y qué veía? Pues, por ejemplo, cómo se obligaba a las pobres mujeres emburkadas a ir en las traseras de los autobuses y a ceder a los hombres la vez en los bazares.
Veía que la poligamia y los matrimonios concertados (y los que tenían a menores por protagonistas) provocaban en las mujeres un sufrimiento crónico y rivalidades sin cuento entre hermanastros o entre las esposas de un mismo hombre. Que la subordinación y el secuestro de la mujer desembocaban en un profundo extrañamiento entre los sexos, origen de tantas palizas, de tantas violaciones dentro del matrimonio... y de prácticas homosexuales y pederastas entre los hombres (lo cual, por supuesto, se negaba vehementemente).
¿Qué más veía? Pues cómo mujeres frustradas, desatendidas e incultas atormentaban a sus nueras y a sus sirvientas. Cómo se prohibía a las mujeres rezar en las mezquitas. Como se prohibía a las mujeres acudir a un médico varón (eran sus maridos los que, sin que ellas estuvieran presentes, describían sus síntomas al galeno).
Tomados de uno en uno, los afganos eran deliciosamente corteses, pero el Afganistán que conocí era un bastión del analfabetismo, la pobreza, las enfermedades evitables y la traición. Y un Estado policial, una monarquía feudal y una teocracia rebosantes de paranoia y miedo.
Afganistán nunca había sido colonizado. Mis parientes decían: "Ni siquiera los británicos pudieron dominarnos". Por tanto, me vi obligada a concluir que la barbarie afgana era de cosecha propia, no un fruto podrido del "imperialismo occidental".
Antes, mucho antes de la llegada de los talibanes al poder en Afganistán, aprendí a no idealizar los países del Tercer Mundo, y a no confundir a sus repulsivos tiranos con libertadores. También aprendí que el apartheid sexual y religioso que se vive en los países musulmanes es de la casa, no un injerto de procedencia occidental, y que las costumbres de ese tipo son absoluta y no relativamente perversas.
Mucho antes de que Al Qaeda decapitase a Daniel Pearl en Pakistán, o a Nicholas Berg en Irak, comprendí que para un occidental, y especialmente para una occidental, es peligroso vivir en un país islámico.
Mirando las cosas con perspectiva, estoy segura de que mi supuesto feminismo occidental se forjó allí, en Afganistán, el más bonito y traidor de los países de Oriente Medio.
Numerosos intelectuales, ideólogos y feministas occidentales me han demonizado, tachado de reaccionaria y de racista "islamófoba", por sostener que es el islam, y no Israel, el más conspicuo practicante de ese tipo de apartheid a que antes me refería. Por decir que, si no hacemos frente, moral, económica y militarmente, a dicho apartheid, no sólo tendremos las manos manchadas de sangre inocente, sino que nos veremos arrasados por la sharia en el propio Occidente.
He sido acosada, amenazada, no invitada y desinvitada por defender estas ideas heréticas, así como por denunciar la epidémica violencia intramusulmana, de la que, increíblemente, se hace responsable a Israel.
Sin embargo, mis opiniones han encontrado el favor de las personas más valientes y progresistas que imaginarse quepa: los ex musulmanes y musulmanes laicos que se dieron cita en la histórica Conferencia Islámica celebrada recientemente en la Florida, a la que fui invitada para dirigir un debate.
El presidente de la reunión, Ibn Warraq, declaró: "Lo que necesitamos en estos momentos es que el mundo islámico experimente una Ilustración. Si no se le somete a un examen crítico, el islam seguirá siendo dogmático, fanático e intolerante; seguirá asfixiando el pensamiento, los Derechos Humanos, la individualidad, la originalidad y la verdad".
Cuando llegué a Kabul, un funcionario del aeropuerto me confiscó, con toda la amabilidad del mundo, mi pasaporte norteamericano. "No te preocupes, es sólo una formalidad", me aseguró mi marido. Nunca volví a ver ese pasaporte. Más tarde supe que se les hacía lo mismo a todas las extranjeras que habían contraído matrimonio con un afgano, quizá para imposibilitarles la huida.
De la noche a la mañana, mi marido se convirtió en un extraño. El hombre con quien había hablado de Camus, de Dostoiesvki, de Tennessee Williams y de cine italiano se había vuelto un extraño. Me trataba igual que su padre y su hermano mayor trataban a sus esposas: con frialdad, con un dejo de desdén y embarazo.
Durante los dos años que estuvimos saliendo, mi futuro marido jamás me dijo que su padre tenía tres mujeres y 21 hijos. Tampoco me dijo que lo que se esperaba de mí era que viviera como si me hubieran educado a la afgana, esto es, enclaustrada y rodeada sólo de mujeres. Que sólo pudiera salir a la calle acompañada de un varón de confianza. Que me pasara los días esperando a que mi marido regresara a casa, visitando a mis parientes femeninas o tejiendo ropa.
En EEUU, mi marido estaba orgulloso de que yo fuera una librepensadora y una rebelde nata. En Afganistán, mis críticas al trato que recibían las mujeres y los pobres le convertían en un elemento sospechoso, vulnerable. Se mofaba de mis reacciones, movidas por el horror.
¿Qué me horrorizaba? Lo que veía. ¿Y qué veía? Pues, por ejemplo, cómo se obligaba a las pobres mujeres emburkadas a ir en las traseras de los autobuses y a ceder a los hombres la vez en los bazares.
Veía que la poligamia y los matrimonios concertados (y los que tenían a menores por protagonistas) provocaban en las mujeres un sufrimiento crónico y rivalidades sin cuento entre hermanastros o entre las esposas de un mismo hombre. Que la subordinación y el secuestro de la mujer desembocaban en un profundo extrañamiento entre los sexos, origen de tantas palizas, de tantas violaciones dentro del matrimonio... y de prácticas homosexuales y pederastas entre los hombres (lo cual, por supuesto, se negaba vehementemente).
¿Qué más veía? Pues cómo mujeres frustradas, desatendidas e incultas atormentaban a sus nueras y a sus sirvientas. Cómo se prohibía a las mujeres rezar en las mezquitas. Como se prohibía a las mujeres acudir a un médico varón (eran sus maridos los que, sin que ellas estuvieran presentes, describían sus síntomas al galeno).
Tomados de uno en uno, los afganos eran deliciosamente corteses, pero el Afganistán que conocí era un bastión del analfabetismo, la pobreza, las enfermedades evitables y la traición. Y un Estado policial, una monarquía feudal y una teocracia rebosantes de paranoia y miedo.
Afganistán nunca había sido colonizado. Mis parientes decían: "Ni siquiera los británicos pudieron dominarnos". Por tanto, me vi obligada a concluir que la barbarie afgana era de cosecha propia, no un fruto podrido del "imperialismo occidental".
Antes, mucho antes de la llegada de los talibanes al poder en Afganistán, aprendí a no idealizar los países del Tercer Mundo, y a no confundir a sus repulsivos tiranos con libertadores. También aprendí que el apartheid sexual y religioso que se vive en los países musulmanes es de la casa, no un injerto de procedencia occidental, y que las costumbres de ese tipo son absoluta y no relativamente perversas.
Mucho antes de que Al Qaeda decapitase a Daniel Pearl en Pakistán, o a Nicholas Berg en Irak, comprendí que para un occidental, y especialmente para una occidental, es peligroso vivir en un país islámico.
Mirando las cosas con perspectiva, estoy segura de que mi supuesto feminismo occidental se forjó allí, en Afganistán, el más bonito y traidor de los países de Oriente Medio.
Numerosos intelectuales, ideólogos y feministas occidentales me han demonizado, tachado de reaccionaria y de racista "islamófoba", por sostener que es el islam, y no Israel, el más conspicuo practicante de ese tipo de apartheid a que antes me refería. Por decir que, si no hacemos frente, moral, económica y militarmente, a dicho apartheid, no sólo tendremos las manos manchadas de sangre inocente, sino que nos veremos arrasados por la sharia en el propio Occidente.
He sido acosada, amenazada, no invitada y desinvitada por defender estas ideas heréticas, así como por denunciar la epidémica violencia intramusulmana, de la que, increíblemente, se hace responsable a Israel.
Sin embargo, mis opiniones han encontrado el favor de las personas más valientes y progresistas que imaginarse quepa: los ex musulmanes y musulmanes laicos que se dieron cita en la histórica Conferencia Islámica celebrada recientemente en la Florida, a la que fui invitada para dirigir un debate.
El presidente de la reunión, Ibn Warraq, declaró: "Lo que necesitamos en estos momentos es que el mundo islámico experimente una Ilustración. Si no se le somete a un examen crítico, el islam seguirá siendo dogmático, fanático e intolerante; seguirá asfixiando el pensamiento, los Derechos Humanos, la individualidad, la originalidad y la verdad".
La Conferencia emitió una declaración en la que se aboga por una nueva Ilustración, se dice que someter el islam a crítica no es "islamofobia" y se vislumbra un "noble futuro" para el islam "como fe personal, no como doctrina política". Asimismo, se demanda la liberación del islam del cautiverio al que lo han sometido "las ambiciones de hombres ávidos de poder".
Ya va siendo hora de que los intelectuales occidentales que afirman ser antirracistas y estar comprometidos con los Derechos Humanos respalden a estos disidentes. Para ello debemos adoptar un patrón universal de Derechos Humanos y abandonar nuestra lealtad al relativismo multicultural, que justifica y hasta idealiza la barbarie islamista, el terrorismo totalitario y la persecución de las mujeres, de las minorías religiosas, de los homosexuales y de los intelectuales.
Nuestro repugnante rechazo a decidir entre civilización y barbarie, entre racionalismo ilustrado y fundamentalismo teocrático, pone en peligro y condena a las víctimas de la tiranía islámica.
Ibn Warraq ha escrito un libro demoledor que estará en las librerías el próximo verano. Se titula Defending the West: A Critique of Edward Said's Orientalism (Defendiendo a Occidente: una crítica al orientalismo de Edward Said). ¿Se atreverán los intelectuales occidentales a defender a Occidente?
Nuestro repugnante rechazo a decidir entre civilización y barbarie, entre racionalismo ilustrado y fundamentalismo teocrático, pone en peligro y condena a las víctimas de la tiranía islámica.
Ibn Warraq ha escrito un libro demoledor que estará en las librerías el próximo verano. Se titula Defending the West: A Critique of Edward Said's Orientalism (Defendiendo a Occidente: una crítica al orientalismo de Edward Said). ¿Se atreverán los intelectuales occidentales a defender a Occidente?
Hoy mismo he visto en un informativo de televisión como el gobierno iraní ha amenazado a las mujeres de ese país que intenten "aligerar" un poco sus vestimentas de cara al verano que se avecina. Parece ser que en los últimos tiempos se están volviendo muy libertinas y tienen la osadía de echarse un poco para atrás el velo para aliviar "la calor" dejando ver un poco de la frente y el cabello. Así que a partir de ahora la que sea sorprendida con vestimentas occidentalizadas o poco respetuosas con el decoro serán inmediatamente detenidas hasta que un familiar, varón por su puesto, les lleve ropa adecuada y se haga cargo de ella.
Cosas de la religión de la paz y el amor, y del país que pretende ser el "contrapeso" en Oriente Medio. ¡Y cómo se les cae la baba a nuestras progres feministas! ¡con que ahinco defiende estas muestras de "multiculturalidad!
Etiquetas: Islamofascismo
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