El sueño de un sabra
Al bajarte del avión en el aeropuerto Ben Gurión puedes ver, junto a imagenes de Napoleón y otros representantes de varios países, esta foto del "primer israelí": un sabra.
Andrés nos pone sobre la pista del siguiente artículo de Mario Linovesky publicado en http://diarios.izcallibur.com/:
Me llamo, o mejor dicho me llaman: Iehuda. Determinación del destino pasé no pocas peripecias por ser parte del colectivo al que alude mi nombre, aunque en contrapartida me libré de sufrir, gracias al suelo que me cobijó desde mi primer día, demasiadas arbitrariedades; hostigo este último que no consiguieron sortear mis hermanos de pertenencia diseminados por todo el orbe, quienes se vieron obligados a soportarlo a diario y en creciente cantidad. Llegué al mundo hace 79 años en un terruño devastado tanto por el tiempo como por la dejadez de aquellos que lo ocuparon compulsivamente durante casi dos milenios y en el que, por esa misma razón, nadie quería habitar. De ahí que poco antes de mis tiempos fuera infrecuente ver a alguien deambular, y mucho menos asentarse, en esa tierra yerma y enferma. Y esta despoblación no constituía cosa reciente, pese a que actualmente hay quienes sostienen lo contrario en su afán por apropiársela indebidamente, ya que al respecto existe una ingente cifra de viajeros de los siglos XVIII y XIX , los cuales testimoniaron y además lo dejaron por escrito, su extrañeza por haberse encontrado entonces con muy escasos humanos morando en el lugar. Ello porque el tal territorio, que en un lejano pasado fuera el esplendoroso reino de David y Salomón, quedó totalmente destruido por la voracidad de los más diversos invasores a través de los siglos, motivo por el cual, no mucho antes de mi advenimiento a la vida presentaba un aspecto por demás inhóspito, en el que inacabables arenales y ciénagas de la peor calaña desmoralizaban, y hacían desistir de su propósito, a cualquiera que intentara establecerse allí.
Sin embargo por 1928, año de mi nacimiento, ya no todo era decadencia en la mencionada zona; no por lo menos donde estaba plantada la granja que me contuvo desde mi primer lloriqueo, la cual, de día en día, iba mejorando su aspecto, emergiendo como un oasis de esperanza en medio de las inestables dunas que conformaban aquella geografía. Y no era la única que con su verdor, construcciones no demasiado pretenciosas pero sí confortables e incipientes sembradíos producía esa impresión, sino que otras muchas semejantes podían visualizarse en las cercanías.
Este salpicado de vida y colores en medio de la vastedad inacabable y gris del desierto, era el resultado del trabajo, la vocación, y también la devoción de un pueblo que jamás había renunciado a ese sitio, sino que había sido arrojado contra su voluntad de él por las legiones romanas cuando su Imperio se encontraba en franca expansión y, por medio de las armas, se apropiaba de cuanto le venía en ganas. Un pueblo (el nuestro) que en adelante y en su exilio sufrió las más grandes desdichas y vejámenes, pero que se ató indeclinablemente al juramento de volver a replantar allí su nación. Un pueblo que todos los días de todos los años se manifestó por medio de una fervorosa y sentida consigna que expresaba una meta y a la que nada ni nadie pudieron hacerlo renunciar: “El año que viene, en Jerusalem”
Muchas cosas, malas en su mayoría para nuestra cultura, se sucedieron durante las 20 centurias siguientes en la comarca desde que nos echaron; aunque afortunadamente no a todos, ya que una mínima parte de nuestro pueblo consiguió eludir el destierro y siguió viviendo allí perennemente. Pero mientras tanto y en el decurso del tiempo que duró nuestra (la de los expulsados) masiva ausencia, las más diversas hordas hicieron pie en la zona, algunas de las cuales consiguieron retenerla por décadas o siglos, hasta estragarla por completo. Recién entonces se iban y el sitio era ocupado por nuevos invasores, que lo dejaban aún peor. Y en el ínterin además ocurrió por esos lares el surgimiento del Islam (en el siglo VII de la era común) que llegó para quedarse y también, por medio de la conversión religiosa de los árabes que poblaban el vecindario y un afán expansionista ínsito a su filosofía, terminar por apropiarse, seguramente con la intención de que fuera para siempre, de lo que había sido y era legítimamente nuestro.
En esa larga diáspora, asimismo, tuvimos un revés tras el otro. Acusaciones, burlas, persecuciones, pogromos, ataques de la más diversa índole poblaron por entonces nuestro desventurado transcurrir, para ya en el siglo XX y como derivación del odio acumulado hacia todo lo hebreo durante dos milenios convertirnos, dentro de una guerra que devastó a la humanidad, en las únicas víctimas de un genocidio programado, industrializado y jamás visto anteriormente, mediante el cual se cercenó la vida de la mitad de nuestra gente. Con todo y haciendo honor a una definición surgida posteriormente de la pluma del historiador Paul Jonhson, cuando afirmó que “los judíos son el pueblo más tenaz de la historia” obramos de acuerdo a tal concepto y regresamos, porque ésta era nuestra casa. Antes aún de llevarse a cabo aquella matanza mencionada, llamada Shoá.
Mi familia fue parte de esos pioneros que vinieron a rebrotar el antiquísimo Reino de Israel, cuando el siglo XIX comenzaba ya a languidecer. Arribados por barco a la Bahía de Haifa, al comprobar in situ el deplorable estado que presentaba la región (contaban más tarde mis mayores), su primera reacción fue la de notar una sensible merma del entusiasmo con que iniciaron el viaje. Lo que no resultó óbice para que, sacando fuerzas de flaqueza, siguieran adelante. Primero habitaron en precarias carpas y chozas, sólo empujados por la ilusión y un sueño grande. Que les sirvieron para superar la falta de víveres, de agua y el exceso de pestes que provenían de las cercanas ciénagas; enfermedades y carencias éstas que diezmaron aquellos contingentes de adelantados, los cuales, arrinconados por el paludismo y otras enfermedades, a más de la falta de facultativos y medicamentos debieron enterrar a muchísimos de sus seres queridos, aniquilados por aquella tierra feroz. Pero así y todo no bajaron los brazos, porque tenían pendiente una promesa insoslayable e indelegable hecha a Dios, a sus ancestros y a sí mismos, y a cumplir con ella se dieron de lleno.
El regreso a casa, doloroso por las circunstancias adversas con que debieron enfrentarse, además no fue gratuito. El Imperio había dejado su herencia, en la cual preponderaba el Derecho Romano y dentro de él el Principio de Propiedad, que se hacía valer mediante la tenencia de títulos de posesión. Escrituras éstas que si en el nacimiento de la era común cuando nos echaron tenía nuestra gente, de cualquier modo a los expulsados les fueron seguramente arrebatadas o si no anuladas. Por eso mismo, los dueños legales de las tierras, aunque siendo nuestras, eran otros y hubo que recomprarlas. Y a Dios gracias, Él no nos hizo faltar filántropos tales como los Rotschild, el Barón Hirsch, Moses Montefiori y otros cuantos de su misma estirpe, quienes aportaron gran parte de los fondos necesarios para hacerlo. Mientras que otro tanto hicieron nuestros correligionarios del común en cada punto del globo, que agregaron su ayuda monetaria hasta más allá de lo que podían. Como fuere, cada palmo de tierra debió y fue en aquellos tiempos adquirido con moneda contante y sonante, por lo que no pocos terratenientes árabes hicieron un brillantísimo negocio, vendiéndonos “barro y arena” a precios cada vez más viles. Como vil y más aún fue su comportamiento posterior, cuando, anteponiendo razones religiosas pero en realidad guiados por la codicia, comenzaron, poco a poco, a exigir su devolución.
Desde luego que nuestra comunidad ya asentada en esa Tierra Santa hizo caso omiso a los tales reclamos y siguió con el recobro de su Nación. Pasado no mucho tiempo, principiaron a verse los resultados, que ya permitían vislumbrar un futuro de grandeza. Así el pueblo judío fue transformando esas tierras poco antes feroces en feraces, asomó gracias a ello la vegetación, paralelamente se iniciaron fábricas, se plantaron bosques, se edificaron pueblos y ciudades, y aquello quedó preparado para la buena vida que disfrutarían las generaciones venideras. Sin embargo, todo eso se logró sobre la base de mucho sudor y sangre. Sudor porque prácticamente no había pausa en las tareas, que se realizaban de sol a sol y sangre porque los demandantes árabes, al no ver satisfechas sus exigencias de devolución desataron una guerra sucia contra esos colonos, con el objeto de hacerlos desistir de su empeño por mejorar el sitio y conseguir así que lo abandonasen.
De tal modo, entre ataques arteros, se fue reconstruyendo la patria de los judíos. Y en respuesta a las mencionadas acometidas, traicioneras en todos los casos, hubo que armarse y luchar. Las agresiones de los “fedayines” (comandos de guerrilla árabes) se iban incrementando y no pocos “jalutzim” (adelantados) cayeron por obra de las balas o cuchillos de esos merodeadores mientras trabajaban el campo. Para reprimirlos, hubo asimismo que organizarse y a esos efectos se formó la Haganá (embrión de Tzahal o Ejército de Defensa de Israel).
Pasaron años de incertidumbre, aunque en ningún momento, pese a las circunstancias adversas, se dejó de trabajar en la construcción del futuro país. Y en medio de fatigosísimas labores mientras se resistían solapadas acometidas, llegó 1947, cuando las Naciones Unidas votaron la partición de, como la nombraron maliciosamente los romanos invasores, Palestina. Como consecuencia de ello y ya teniendo en mano el visto bueno de la comunidad internacional, el 14 de mayo del año siguiente, cuando los ingleses que administraban la zona por mandato se retiraban presurosos de ella, David Ben Gurión leyó la proclama de la Independencia de la nueva-antiquísima nación, a la que se denominó: Medinat Israel y tuvimos por fin la patria autónoma con la que soñamos por milenios.
Decía que para coronar ese “desideratum” de establecernos en un país propio e independiente, tuvimos que pasar por acusaciones, burlas, persecuciones, pogromos y ataques de la más diversa índole, para ya en el siglo XX y como derivación del odio acumulado hacia todo lo hebreo convertirnos, dentro de una guerra que devastó a la humanidad, en las únicas víctimas de un genocidio programado, industrializado y jamás visto anteriormente, mediante el cual se cercenó la vida de la mitad de nuestra gente. De cualquier manera y aun tomando en cuenta semejantes funestos antecedentes, lograr la consecución del milenario sueño, no podía resultarnos de modo alguno tan sencillo. Y de hecho no lo fue. Porque casi simultáneamente a que Ben Gurión terminara de leer el acta fundacional, cinco ejércitos árabes se lanzaron sobre nosotros, aprovechando nuestra carencia de armamentos y aparente indefensión. Aunque para su decepción, se toparon con una sí que ingrata sorpresa, ya que no contaron con la determinación y unidad de nuestro pueblo y fueron derrotados. Sin embargo, con ello habían dado comienzo a una hostilidad que hasta el día de hoy no se ha detenido y gracias a la cual Oriente Medio quedó inmerso en un mar de sangre. De ellos y nuestra y sin que se vislumbre aún su final.
De cualquier manera, los israelíes tuvimos la particularidad de seguir impertérritos con nuestra forja y, mientras enfrentábamos las muchas agresiones de las que fuimos objeto, en el transcurso de pocos años conseguimos edificar una Nación modelo, que contrasta ostensiblemente con el, salvo excepcionales bolsones de riqueza producto de la posesión de abundantes reservas de petróleo que manejan unos pocos, vivir miserable de los vecinos que nos rodean y atacan. Todo ésto luchando contra rivales innobles y mezquinos, quienes prescindiendo de toda pausa intentaron, sin lograrlo, arrebatarnos nuestra creación.
Si bien sumaria, demasiado quizá, ésta fue la historia que a fuerza de trompicones por parte de sus hacedores, derivó en el plasmado de Eretz Israel. Aunque desde hace algún tiempo, lamentablemente, surgió una historia paralela fabricada por los enemigos “que no nos buscamos”, donde en lugar de los buenos de la película pasamos a ser encarnizados genocidas. Por lo cual no nos queda más alternativa que seguir esclareciendo al mundo a efectos que se conozca la verdad, esa que fue tergiversada por gobiernos hostiles y medios de comunicación aprovechadores, transformados hoy y por obra de la conveniencia “en judeófobos y anti israelíes rentados”. Mientras tanto y soslayando dichos tropezones, si Dios así lo quiere, pronto conmemoraremos los 60 años de nuestra Independencia (Haatzmaut). Y si Él lo determina también, lo celebraremos en gran forma, porque la cifra verdaderamente lo amerita.
Pero antes, en este mismo mes, nuestra Nación deberá resolver un asunto que desde la Independencia no dejó de ser su prioridad: firmar la paz. No es quizá el mejor momento, aunque tampoco está dentro de la capacidad prospectiva de la especie humana, a la que pertenecemos, determinar cuál sí lo es. Nos queda entonces esperanzarnos porque aquellos que lleven a cabo las tratativas, obren con cordura y sepan negociar con tino. Y que el Dios que nunca nos abandonó, quiera iluminarlos. Y si todo sale bien, podremos darnos entonces sí a la tarea de preparar los festejos, para en adelante seguir construyendo nuestra patria, pero esta vez sin la ominosa perspectiva de letales enfrentamientos.
Como todos saben, soy sabra desde antes de establecerse el Estado. Puedo decir con orgullo que tomé parte de su realización, trabajando sin desmayos y luchando con armas cuando se hizo necesario. Con tales antecedentes entonces, a mis casi 80 años, puedo permitirme soñar, cosa que hago habitualmente. Es un sueño modesto en el que me encuentro mezclado entre mis hermanos mientras todos celebramos la Independencia en cualquier avenida de cualquier ciudad del país y donde la multitud lo hace golpeándose inocentemente en la cabeza con martillos de plástico y encendiendo esos minúsculos palitos de los que se desprenden estrellitas luminosas, prototípicos de todos los Iom Haatzmaut. Pero, la particularidad que tiene ese sueño, es que toda esa miríada de festejantes está formada tan sólo por niños. No deja de ser un simbolismo, lo sé, puesto que los jóvenes, adultos y viejos también tenemos ese derecho, pero sí la expresión onírica de un anhelo por el que di toda mi vida. Porque las caritas cándidas de esos niños, iluminadas en medio del jolgorio y la consecuente emoción, no hace otra cosa que asegurarnos un venturoso porvenir, ese en el que invertimos tantas ilusiones y vidas.
Por Mario Linovesky.
Sin embargo por 1928, año de mi nacimiento, ya no todo era decadencia en la mencionada zona; no por lo menos donde estaba plantada la granja que me contuvo desde mi primer lloriqueo, la cual, de día en día, iba mejorando su aspecto, emergiendo como un oasis de esperanza en medio de las inestables dunas que conformaban aquella geografía. Y no era la única que con su verdor, construcciones no demasiado pretenciosas pero sí confortables e incipientes sembradíos producía esa impresión, sino que otras muchas semejantes podían visualizarse en las cercanías.
Este salpicado de vida y colores en medio de la vastedad inacabable y gris del desierto, era el resultado del trabajo, la vocación, y también la devoción de un pueblo que jamás había renunciado a ese sitio, sino que había sido arrojado contra su voluntad de él por las legiones romanas cuando su Imperio se encontraba en franca expansión y, por medio de las armas, se apropiaba de cuanto le venía en ganas. Un pueblo (el nuestro) que en adelante y en su exilio sufrió las más grandes desdichas y vejámenes, pero que se ató indeclinablemente al juramento de volver a replantar allí su nación. Un pueblo que todos los días de todos los años se manifestó por medio de una fervorosa y sentida consigna que expresaba una meta y a la que nada ni nadie pudieron hacerlo renunciar: “El año que viene, en Jerusalem”
Muchas cosas, malas en su mayoría para nuestra cultura, se sucedieron durante las 20 centurias siguientes en la comarca desde que nos echaron; aunque afortunadamente no a todos, ya que una mínima parte de nuestro pueblo consiguió eludir el destierro y siguió viviendo allí perennemente. Pero mientras tanto y en el decurso del tiempo que duró nuestra (la de los expulsados) masiva ausencia, las más diversas hordas hicieron pie en la zona, algunas de las cuales consiguieron retenerla por décadas o siglos, hasta estragarla por completo. Recién entonces se iban y el sitio era ocupado por nuevos invasores, que lo dejaban aún peor. Y en el ínterin además ocurrió por esos lares el surgimiento del Islam (en el siglo VII de la era común) que llegó para quedarse y también, por medio de la conversión religiosa de los árabes que poblaban el vecindario y un afán expansionista ínsito a su filosofía, terminar por apropiarse, seguramente con la intención de que fuera para siempre, de lo que había sido y era legítimamente nuestro.
En esa larga diáspora, asimismo, tuvimos un revés tras el otro. Acusaciones, burlas, persecuciones, pogromos, ataques de la más diversa índole poblaron por entonces nuestro desventurado transcurrir, para ya en el siglo XX y como derivación del odio acumulado hacia todo lo hebreo durante dos milenios convertirnos, dentro de una guerra que devastó a la humanidad, en las únicas víctimas de un genocidio programado, industrializado y jamás visto anteriormente, mediante el cual se cercenó la vida de la mitad de nuestra gente. Con todo y haciendo honor a una definición surgida posteriormente de la pluma del historiador Paul Jonhson, cuando afirmó que “los judíos son el pueblo más tenaz de la historia” obramos de acuerdo a tal concepto y regresamos, porque ésta era nuestra casa. Antes aún de llevarse a cabo aquella matanza mencionada, llamada Shoá.
Mi familia fue parte de esos pioneros que vinieron a rebrotar el antiquísimo Reino de Israel, cuando el siglo XIX comenzaba ya a languidecer. Arribados por barco a la Bahía de Haifa, al comprobar in situ el deplorable estado que presentaba la región (contaban más tarde mis mayores), su primera reacción fue la de notar una sensible merma del entusiasmo con que iniciaron el viaje. Lo que no resultó óbice para que, sacando fuerzas de flaqueza, siguieran adelante. Primero habitaron en precarias carpas y chozas, sólo empujados por la ilusión y un sueño grande. Que les sirvieron para superar la falta de víveres, de agua y el exceso de pestes que provenían de las cercanas ciénagas; enfermedades y carencias éstas que diezmaron aquellos contingentes de adelantados, los cuales, arrinconados por el paludismo y otras enfermedades, a más de la falta de facultativos y medicamentos debieron enterrar a muchísimos de sus seres queridos, aniquilados por aquella tierra feroz. Pero así y todo no bajaron los brazos, porque tenían pendiente una promesa insoslayable e indelegable hecha a Dios, a sus ancestros y a sí mismos, y a cumplir con ella se dieron de lleno.
El regreso a casa, doloroso por las circunstancias adversas con que debieron enfrentarse, además no fue gratuito. El Imperio había dejado su herencia, en la cual preponderaba el Derecho Romano y dentro de él el Principio de Propiedad, que se hacía valer mediante la tenencia de títulos de posesión. Escrituras éstas que si en el nacimiento de la era común cuando nos echaron tenía nuestra gente, de cualquier modo a los expulsados les fueron seguramente arrebatadas o si no anuladas. Por eso mismo, los dueños legales de las tierras, aunque siendo nuestras, eran otros y hubo que recomprarlas. Y a Dios gracias, Él no nos hizo faltar filántropos tales como los Rotschild, el Barón Hirsch, Moses Montefiori y otros cuantos de su misma estirpe, quienes aportaron gran parte de los fondos necesarios para hacerlo. Mientras que otro tanto hicieron nuestros correligionarios del común en cada punto del globo, que agregaron su ayuda monetaria hasta más allá de lo que podían. Como fuere, cada palmo de tierra debió y fue en aquellos tiempos adquirido con moneda contante y sonante, por lo que no pocos terratenientes árabes hicieron un brillantísimo negocio, vendiéndonos “barro y arena” a precios cada vez más viles. Como vil y más aún fue su comportamiento posterior, cuando, anteponiendo razones religiosas pero en realidad guiados por la codicia, comenzaron, poco a poco, a exigir su devolución.
Desde luego que nuestra comunidad ya asentada en esa Tierra Santa hizo caso omiso a los tales reclamos y siguió con el recobro de su Nación. Pasado no mucho tiempo, principiaron a verse los resultados, que ya permitían vislumbrar un futuro de grandeza. Así el pueblo judío fue transformando esas tierras poco antes feroces en feraces, asomó gracias a ello la vegetación, paralelamente se iniciaron fábricas, se plantaron bosques, se edificaron pueblos y ciudades, y aquello quedó preparado para la buena vida que disfrutarían las generaciones venideras. Sin embargo, todo eso se logró sobre la base de mucho sudor y sangre. Sudor porque prácticamente no había pausa en las tareas, que se realizaban de sol a sol y sangre porque los demandantes árabes, al no ver satisfechas sus exigencias de devolución desataron una guerra sucia contra esos colonos, con el objeto de hacerlos desistir de su empeño por mejorar el sitio y conseguir así que lo abandonasen.
De tal modo, entre ataques arteros, se fue reconstruyendo la patria de los judíos. Y en respuesta a las mencionadas acometidas, traicioneras en todos los casos, hubo que armarse y luchar. Las agresiones de los “fedayines” (comandos de guerrilla árabes) se iban incrementando y no pocos “jalutzim” (adelantados) cayeron por obra de las balas o cuchillos de esos merodeadores mientras trabajaban el campo. Para reprimirlos, hubo asimismo que organizarse y a esos efectos se formó la Haganá (embrión de Tzahal o Ejército de Defensa de Israel).
Pasaron años de incertidumbre, aunque en ningún momento, pese a las circunstancias adversas, se dejó de trabajar en la construcción del futuro país. Y en medio de fatigosísimas labores mientras se resistían solapadas acometidas, llegó 1947, cuando las Naciones Unidas votaron la partición de, como la nombraron maliciosamente los romanos invasores, Palestina. Como consecuencia de ello y ya teniendo en mano el visto bueno de la comunidad internacional, el 14 de mayo del año siguiente, cuando los ingleses que administraban la zona por mandato se retiraban presurosos de ella, David Ben Gurión leyó la proclama de la Independencia de la nueva-antiquísima nación, a la que se denominó: Medinat Israel y tuvimos por fin la patria autónoma con la que soñamos por milenios.
Decía que para coronar ese “desideratum” de establecernos en un país propio e independiente, tuvimos que pasar por acusaciones, burlas, persecuciones, pogromos y ataques de la más diversa índole, para ya en el siglo XX y como derivación del odio acumulado hacia todo lo hebreo convertirnos, dentro de una guerra que devastó a la humanidad, en las únicas víctimas de un genocidio programado, industrializado y jamás visto anteriormente, mediante el cual se cercenó la vida de la mitad de nuestra gente. De cualquier manera y aun tomando en cuenta semejantes funestos antecedentes, lograr la consecución del milenario sueño, no podía resultarnos de modo alguno tan sencillo. Y de hecho no lo fue. Porque casi simultáneamente a que Ben Gurión terminara de leer el acta fundacional, cinco ejércitos árabes se lanzaron sobre nosotros, aprovechando nuestra carencia de armamentos y aparente indefensión. Aunque para su decepción, se toparon con una sí que ingrata sorpresa, ya que no contaron con la determinación y unidad de nuestro pueblo y fueron derrotados. Sin embargo, con ello habían dado comienzo a una hostilidad que hasta el día de hoy no se ha detenido y gracias a la cual Oriente Medio quedó inmerso en un mar de sangre. De ellos y nuestra y sin que se vislumbre aún su final.
De cualquier manera, los israelíes tuvimos la particularidad de seguir impertérritos con nuestra forja y, mientras enfrentábamos las muchas agresiones de las que fuimos objeto, en el transcurso de pocos años conseguimos edificar una Nación modelo, que contrasta ostensiblemente con el, salvo excepcionales bolsones de riqueza producto de la posesión de abundantes reservas de petróleo que manejan unos pocos, vivir miserable de los vecinos que nos rodean y atacan. Todo ésto luchando contra rivales innobles y mezquinos, quienes prescindiendo de toda pausa intentaron, sin lograrlo, arrebatarnos nuestra creación.
Si bien sumaria, demasiado quizá, ésta fue la historia que a fuerza de trompicones por parte de sus hacedores, derivó en el plasmado de Eretz Israel. Aunque desde hace algún tiempo, lamentablemente, surgió una historia paralela fabricada por los enemigos “que no nos buscamos”, donde en lugar de los buenos de la película pasamos a ser encarnizados genocidas. Por lo cual no nos queda más alternativa que seguir esclareciendo al mundo a efectos que se conozca la verdad, esa que fue tergiversada por gobiernos hostiles y medios de comunicación aprovechadores, transformados hoy y por obra de la conveniencia “en judeófobos y anti israelíes rentados”. Mientras tanto y soslayando dichos tropezones, si Dios así lo quiere, pronto conmemoraremos los 60 años de nuestra Independencia (Haatzmaut). Y si Él lo determina también, lo celebraremos en gran forma, porque la cifra verdaderamente lo amerita.
Pero antes, en este mismo mes, nuestra Nación deberá resolver un asunto que desde la Independencia no dejó de ser su prioridad: firmar la paz. No es quizá el mejor momento, aunque tampoco está dentro de la capacidad prospectiva de la especie humana, a la que pertenecemos, determinar cuál sí lo es. Nos queda entonces esperanzarnos porque aquellos que lleven a cabo las tratativas, obren con cordura y sepan negociar con tino. Y que el Dios que nunca nos abandonó, quiera iluminarlos. Y si todo sale bien, podremos darnos entonces sí a la tarea de preparar los festejos, para en adelante seguir construyendo nuestra patria, pero esta vez sin la ominosa perspectiva de letales enfrentamientos.
Como todos saben, soy sabra desde antes de establecerse el Estado. Puedo decir con orgullo que tomé parte de su realización, trabajando sin desmayos y luchando con armas cuando se hizo necesario. Con tales antecedentes entonces, a mis casi 80 años, puedo permitirme soñar, cosa que hago habitualmente. Es un sueño modesto en el que me encuentro mezclado entre mis hermanos mientras todos celebramos la Independencia en cualquier avenida de cualquier ciudad del país y donde la multitud lo hace golpeándose inocentemente en la cabeza con martillos de plástico y encendiendo esos minúsculos palitos de los que se desprenden estrellitas luminosas, prototípicos de todos los Iom Haatzmaut. Pero, la particularidad que tiene ese sueño, es que toda esa miríada de festejantes está formada tan sólo por niños. No deja de ser un simbolismo, lo sé, puesto que los jóvenes, adultos y viejos también tenemos ese derecho, pero sí la expresión onírica de un anhelo por el que di toda mi vida. Porque las caritas cándidas de esos niños, iluminadas en medio del jolgorio y la consecuente emoción, no hace otra cosa que asegurarnos un venturoso porvenir, ese en el que invertimos tantas ilusiones y vidas.
Por Mario Linovesky.
Es largo pero nunca compartí aquello de "lo bueno si breve dos veces bueno".
Etiquetas: Israel
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