Kaddish en Auschwitz
KADDISH EN AUSCHWITZ
Por ENRIQUE MÚGICA HERZOG Defensor del Pueblo/
EN esta hora, cuando conmemoramos la liberación de Auschwitz y de los demás campos nazis, se me agolpan, en un torrente apasionado, dos vectores principales que confluyen en mi memoria para enriquecerla y para estimularla. Un primer vector procede de mi propia experiencia infantil, vivida junto a mi madre y mi abuelo materno, que tanta influencia tuvieron en mi biografía personal. El otro, más reflexivo, pertenece a un interminable proceso de concienciación y perfeccionamiento; se encuentra íntimamente unido a la evolución de mi propio desarrollo ideológico e intelectual.
Por más que lo intente, no puedo evitar, en efecto, que por los vericuetos más intrincados de la masa de mi sangre y de mi mente deje de circular el recuerdo doloroso y oscuro de los campos de exterminio. De manera singular y tenaz, el de Auschwitz. Allá por el umbral de mis años adolescentes comenzó a mostrárseme con discreta evidencia el huracán silencioso de una tragedia familiar que traía ecos de muerte procedentes de aquel lugar, perdido casi en los límites fronterizos meridionales de la Polonia de mis antepasados, que más tarde iba a simbolizar todos los matices y la degradación última del crimen absoluto, el estandarte más macabro del mal y de la locura asesina. La noticia sobre la suerte de mis ascendientes maternos, originarios de Cracovia, a poco más de cincuenta kilómetros del campo maldito, permanece todavía en mi memoria lejana, bajo la forma de un eco despiadado e incesante, tanto más acusado por ser vivido en un ambiente de opresión añadida, debido a las condiciones de vida imperantes durante los muy duros años de la ocupación alemana, en Francia, y durante los primeros años del franquismo, en España.
Fue precisamente mi querido y perspicaz hermano, Fernando, con quien compartí aquellos dulces años iniciáticos, asesinado también más tarde por el despreciable fanatismo etarra, quien primero se percató de nuestra condición judía. Comenzó a sorprenderse de que, en casa, mi abuelo y mi madre se comunicaban de una manera extraña e incomprensible para nuestras entendederas infantiles. Al principio, creíamos que se trataba del idioma polaco y lo atribuíamos al intento de utilizar con nosotros determinadas claves para ocultarnos cosas «de mayores». Pero luego acabamos sabiendo que hablaban en yiddish. A partir de ahí, comenzamos a tomar conciencia de nuestra condición judía y del alcance de nuestro segundo apellido, Herzog.
El eco de aquel enigmático dolor callado aumentaba en casa con la progresiva toma de conciencia de nuestro ser de judíos. La narración del exterminio de nuestra bisabuela materna y de otros familiares en las cámaras de gas de Auschwitz, después de la noticia inicial recibida con tanto sigilo en aquel enrarecido mundo de bisbiseos y medias palabras, fue emergiendo poco a poco hasta presentar su volumen apropiado cuando fuimos capaces de darnos cuenta cabal de las cosas.
A esa lenta aparición de nuestra circunstancia y de nuestra sustancia judía, contribuyó de modo especial la escasa y gradual información disponible sobre las condiciones y el oprobio en los campos de exterminio. Por eso, a medida que esa información iba llegando, casi con cuentagotas, al ámbito familiar; a medida que se iban haciendo más y más perceptibles los círculos del infierno, el dolor aumentaba de intensidad, pero la conciencia, en lo relativo a nuestra especial cultura, iba densificando su trama de manera insensible y hasta cierto punto inexpugnable.
Bien es verdad que en las fronteras de la niñez y de la adolescencia, que pisábamos por aquel entonces, surgen nuevas y arrebatadoras preocupaciones, que a nosotros y a todos los chicos de nuestra edad nos parecían únicas e irrepetibles, y que atenuaban esa opresión ambiental. Pero también es cierto que nuevas y más rigurosas aproximaciones a la ignominia no han dejado de hacer su aparición. Películas, documentales, estudios, artículos periodísticos, biografías, memorias, testimonios de diversa índole, han contribuido a agrandar constantemente nuestra memoria y nuestra conciencia.
Esta actualidad inextinguible de los campos, manifestada asimismo en la conmemoración del 60º aniversario de la liberación de Auschwitz, una liberación, por cierto, completamente casual, me sirve para hacer referencia al otro vector principal al que me refería en un principio. El vector de mi propio crecimiento intelectual e ideológico. A partir de una cierta etapa de desarrollo formativo, a partir de unos ciertos niveles de maduración personal y social, Auschwitz también ha crecido en mí. Ha ido haciendo su perfil más nítido, llegando a alcanzar unas dimensiones inesperadas.
Quien se siente hijo de madre judía no deja de pensar un solo instante, consciente o inconscientemente, en Auschwitz. Y pensar así en Auschwitz tiene como consecuencia necesaria pensar el mundo de una manera determinada. Pensarlo, en primer término, como el teatro de operaciones de la misma condición humana. Si los campos han tenido una repercusión tan trascendente y tan intensa, ha sido precisamente porque mediante su nefasta experiencia han logrado sobrepasar los límites de lo imaginado en torno a la capacidad del ser humano para rebajarse en el ámbito de lo abyecto. Y téngase presente que sólo a partir de 1961, con ocasión del proceso Eichmann, comienza a revelarse en toda su crudeza el alcance del Holocausto. A partir de ahí, y de ciertos trabajos posteriores, los descendientes de quienes estuvieron en los campos comienzan a convertirse en «militantes de la memoria».
Este punto de despegue sirve también para apuntar la trascendencia de lo judío y su especial significado respecto de lo humano. De lo sencillamente humano. Se ha dicho, y con razón, que desde Auschwitz ya nada puede ser igual, y esto afecta a toda persona humana. Nos afecta a todos los hombres y mujeres del planeta, porque Auschwitz deja al descubierto el mecanismo de producción del horror desnudo. Desde ese mismo momento, se revelan en toda su crudeza las profundidades del mal que acechan al corazón del hombre.
Hace unos días, el cardenal Lustiger, arzobispo de París, con motivo de su participación en la Asamblea General del Congreso Mundial Judío, acertó a resumir la herencia del pueblo judío en Europa. «Siempre marginado, pero nunca lejos del centro -subraya Lustiger-. Casi siempre perseguido, pero nunca verdaderamente desaparecido». Y añade: «Puede decirse sin exageración que la conciencia europea ha quedado profunda e íntimamente marcada por la presencia de los judíos (...). ¿Cómo podría pensar Europa su futuro si desconociera la parte de su cultura que se debe a la presencia de los judíos en su seno?». No en balde la madre del cardenal, también judía, murió víctima de la deportación.
Desde otra perspectiva más cercana, con la madurez de la conciencia y la recuperación de las propias raíces, una vez conseguida la normalidad democrática en nuestro país, se me han hecho más admirables y más ejemplarizantes los modos de enfrentarse al mundo propios de mis antepasados judíos. La tolerancia, no desprovista jamás de firmeza; la vocación incesante por el estudio y el perfeccionamiento intelectual, en una sed incesante de saber; el amor, casi exagerado, por el libro y la cultura escrita, o la confianza sin reservas en el círculo familiar y de los amigos, son algunas de las características de ese comportamiento que a cada momento, me parece más necesario.
Por último, es preciso notar que, procedentes de las pavesas de Auschwitz, no dejan de llegarnos todavía partículas fertilizadoras y estimulantes. Y no sólo por medio de los impresionantes testimonios de quienes sufrieron en sus carnes el rigor y la humillación de los verdugos: Primo Levi, Jean Améry, Elie Wiesel, Imre Kertész o Jorge Semprún, entre una pléyade numerosísima. También el sencillo y eficaz «nunca más» de los supervivientes quería ser un testimonio desesperado ante quienes habían quedado fuera para que participaran en la difusión de la tragedia y trataran de evitar hechos parecidos en el futuro. Hoy día, ese «nunca más» forma parte de un patrimonio humano común y resulta aplicable a otras formas actuales de terror que, aun incomparables con la magnitud de la Shoah, siguen salpicando de horror nuestra convivencia.
Hoy gracias a Israel MATAR JUDÍOS NO SALE GRATIS.Por más que lo intente, no puedo evitar, en efecto, que por los vericuetos más intrincados de la masa de mi sangre y de mi mente deje de circular el recuerdo doloroso y oscuro de los campos de exterminio. De manera singular y tenaz, el de Auschwitz. Allá por el umbral de mis años adolescentes comenzó a mostrárseme con discreta evidencia el huracán silencioso de una tragedia familiar que traía ecos de muerte procedentes de aquel lugar, perdido casi en los límites fronterizos meridionales de la Polonia de mis antepasados, que más tarde iba a simbolizar todos los matices y la degradación última del crimen absoluto, el estandarte más macabro del mal y de la locura asesina. La noticia sobre la suerte de mis ascendientes maternos, originarios de Cracovia, a poco más de cincuenta kilómetros del campo maldito, permanece todavía en mi memoria lejana, bajo la forma de un eco despiadado e incesante, tanto más acusado por ser vivido en un ambiente de opresión añadida, debido a las condiciones de vida imperantes durante los muy duros años de la ocupación alemana, en Francia, y durante los primeros años del franquismo, en España.
Fue precisamente mi querido y perspicaz hermano, Fernando, con quien compartí aquellos dulces años iniciáticos, asesinado también más tarde por el despreciable fanatismo etarra, quien primero se percató de nuestra condición judía. Comenzó a sorprenderse de que, en casa, mi abuelo y mi madre se comunicaban de una manera extraña e incomprensible para nuestras entendederas infantiles. Al principio, creíamos que se trataba del idioma polaco y lo atribuíamos al intento de utilizar con nosotros determinadas claves para ocultarnos cosas «de mayores». Pero luego acabamos sabiendo que hablaban en yiddish. A partir de ahí, comenzamos a tomar conciencia de nuestra condición judía y del alcance de nuestro segundo apellido, Herzog.
El eco de aquel enigmático dolor callado aumentaba en casa con la progresiva toma de conciencia de nuestro ser de judíos. La narración del exterminio de nuestra bisabuela materna y de otros familiares en las cámaras de gas de Auschwitz, después de la noticia inicial recibida con tanto sigilo en aquel enrarecido mundo de bisbiseos y medias palabras, fue emergiendo poco a poco hasta presentar su volumen apropiado cuando fuimos capaces de darnos cuenta cabal de las cosas.
A esa lenta aparición de nuestra circunstancia y de nuestra sustancia judía, contribuyó de modo especial la escasa y gradual información disponible sobre las condiciones y el oprobio en los campos de exterminio. Por eso, a medida que esa información iba llegando, casi con cuentagotas, al ámbito familiar; a medida que se iban haciendo más y más perceptibles los círculos del infierno, el dolor aumentaba de intensidad, pero la conciencia, en lo relativo a nuestra especial cultura, iba densificando su trama de manera insensible y hasta cierto punto inexpugnable.
Bien es verdad que en las fronteras de la niñez y de la adolescencia, que pisábamos por aquel entonces, surgen nuevas y arrebatadoras preocupaciones, que a nosotros y a todos los chicos de nuestra edad nos parecían únicas e irrepetibles, y que atenuaban esa opresión ambiental. Pero también es cierto que nuevas y más rigurosas aproximaciones a la ignominia no han dejado de hacer su aparición. Películas, documentales, estudios, artículos periodísticos, biografías, memorias, testimonios de diversa índole, han contribuido a agrandar constantemente nuestra memoria y nuestra conciencia.
Esta actualidad inextinguible de los campos, manifestada asimismo en la conmemoración del 60º aniversario de la liberación de Auschwitz, una liberación, por cierto, completamente casual, me sirve para hacer referencia al otro vector principal al que me refería en un principio. El vector de mi propio crecimiento intelectual e ideológico. A partir de una cierta etapa de desarrollo formativo, a partir de unos ciertos niveles de maduración personal y social, Auschwitz también ha crecido en mí. Ha ido haciendo su perfil más nítido, llegando a alcanzar unas dimensiones inesperadas.
Quien se siente hijo de madre judía no deja de pensar un solo instante, consciente o inconscientemente, en Auschwitz. Y pensar así en Auschwitz tiene como consecuencia necesaria pensar el mundo de una manera determinada. Pensarlo, en primer término, como el teatro de operaciones de la misma condición humana. Si los campos han tenido una repercusión tan trascendente y tan intensa, ha sido precisamente porque mediante su nefasta experiencia han logrado sobrepasar los límites de lo imaginado en torno a la capacidad del ser humano para rebajarse en el ámbito de lo abyecto. Y téngase presente que sólo a partir de 1961, con ocasión del proceso Eichmann, comienza a revelarse en toda su crudeza el alcance del Holocausto. A partir de ahí, y de ciertos trabajos posteriores, los descendientes de quienes estuvieron en los campos comienzan a convertirse en «militantes de la memoria».
Este punto de despegue sirve también para apuntar la trascendencia de lo judío y su especial significado respecto de lo humano. De lo sencillamente humano. Se ha dicho, y con razón, que desde Auschwitz ya nada puede ser igual, y esto afecta a toda persona humana. Nos afecta a todos los hombres y mujeres del planeta, porque Auschwitz deja al descubierto el mecanismo de producción del horror desnudo. Desde ese mismo momento, se revelan en toda su crudeza las profundidades del mal que acechan al corazón del hombre.
Hace unos días, el cardenal Lustiger, arzobispo de París, con motivo de su participación en la Asamblea General del Congreso Mundial Judío, acertó a resumir la herencia del pueblo judío en Europa. «Siempre marginado, pero nunca lejos del centro -subraya Lustiger-. Casi siempre perseguido, pero nunca verdaderamente desaparecido». Y añade: «Puede decirse sin exageración que la conciencia europea ha quedado profunda e íntimamente marcada por la presencia de los judíos (...). ¿Cómo podría pensar Europa su futuro si desconociera la parte de su cultura que se debe a la presencia de los judíos en su seno?». No en balde la madre del cardenal, también judía, murió víctima de la deportación.
Desde otra perspectiva más cercana, con la madurez de la conciencia y la recuperación de las propias raíces, una vez conseguida la normalidad democrática en nuestro país, se me han hecho más admirables y más ejemplarizantes los modos de enfrentarse al mundo propios de mis antepasados judíos. La tolerancia, no desprovista jamás de firmeza; la vocación incesante por el estudio y el perfeccionamiento intelectual, en una sed incesante de saber; el amor, casi exagerado, por el libro y la cultura escrita, o la confianza sin reservas en el círculo familiar y de los amigos, son algunas de las características de ese comportamiento que a cada momento, me parece más necesario.
Por último, es preciso notar que, procedentes de las pavesas de Auschwitz, no dejan de llegarnos todavía partículas fertilizadoras y estimulantes. Y no sólo por medio de los impresionantes testimonios de quienes sufrieron en sus carnes el rigor y la humillación de los verdugos: Primo Levi, Jean Améry, Elie Wiesel, Imre Kertész o Jorge Semprún, entre una pléyade numerosísima. También el sencillo y eficaz «nunca más» de los supervivientes quería ser un testimonio desesperado ante quienes habían quedado fuera para que participaran en la difusión de la tragedia y trataran de evitar hechos parecidos en el futuro. Hoy día, ese «nunca más» forma parte de un patrimonio humano común y resulta aplicable a otras formas actuales de terror que, aun incomparables con la magnitud de la Shoah, siguen salpicando de horror nuestra convivencia.
Ihei razón milefaneja Ad-nay elohenu velohé abotenu shistalku oibenu vesonhenu vejol mebakshe raatenu.
Sea tu voluntad nuestro señor y señor de nuestros padres que se extingan nuestros enemigos, nuestros adversarios y todos los que desean nuestro mal.
Etiquetas: Shoah
2 comentarios:
Querido amigo,
Un abrazo conmovido y un convite : hacer aliá.
De Anónimo, A las 1/29/2007 3:48 a. m.
gracias de corazón
De pacobetis, A las 1/29/2007 4:28 p. m.
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