Fanatismo religioso vs Libertad
Ocurre en el Oriente
por Julio María Sanguinetti
Ex Presidente de la República de Uruguay
La simplificación vulgar presume que la guerra que hoy afecta a Israel y El Líbano es algo nuevo. En el propio mundo árabe se está hablando hoy de la 6ª Guerra. La verdad histórica nos dice que ella empezó el mismo día del nacimiento del Estado israelí, en 1948, y no ha cesado aún, con la alternancia de períodos de fuego y sangre con otros de diplomacia armada. No ha habido un día de sosiego, desde aquel lejano tiempo en que, bajo el influjo emocional del Holocausto perpetrado por los nazis contra el pueblo judío, la organización internacional se decidió a reconocerle un hogar que le diera asiento, en el que pudiera reencontrarse con sus tradiciones ancestrales y construir su nuevo tiempo.
Esa idea que ganó espacio en el mundo civilizado, necesitó, desde el primer día, de la voluntad de lucha del pueblo israelí. Fueron entonces los gobiernos árabes los que no aceptaron ni siquiera la creación del otro estado, el palestino, y desataron una guerra dirigida a impedir que aquel balbuceante Estado judío se consolidara. Esa guerra, esa misma guerra, es la que hoy continúa, con un conjunto de Estados u organizaciones islámicas que propugnan su desaparición, bajo la misma horrenda consigna repetida por tantos labios y que en los últimos meses ha reflotado el Presidente del Irán en su versión original: ¨Borraremos a Israel de la faz de la tierra".
Nadie de buena fe puede ignorar que este es el hecho central del conflicto, aunque los escenarios hayan ido cambiando. Todo lo que transcurre alrededor es accesorio a esta circunstancia nuclear: en el mundo árabe siguen existiendo grupos islámicos, que son gobierno en algunos Estados como Irán y Siria, cuya política es la destrucción de Israel y el exterminio del pueblo judío.
A partir de esa definición, que parece ignorarse, no hay duda de que el escenario ha ido modificándose y presenta hoy caracteres propios.
Israel ya no es el mismo débil Estado de 1948. Pero tampoco es la vigorosa nación militarizada de "La guerra de los 6 días" de 1967 o de la de Yom Kippur en 1973. Su éxito ha sido darle bienestar y cultura a su gente.
Como consecuencia, cada vida duele más y la movilización de sus jóvenes es un sacrificio que crece día a día. Frente a unos enemigos que siguen pobres pese a la riqueza petrolera de sus Estados y sus élites, y que -en esa pobreza y la ignorancia que ella provoca- son fácil presa para un extremismo violento e ilimitado.
Los Estados árabes tampoco ya son lo mismo. Egipto, Jordania, la Arabia Saudita, han crecido, se han desarrollado y han pactado -expresa o tácitamente- la paz con Israel hace muchos años. Y cuesta imaginar que retornen a la guerra. Pero están amenazados desde adentro por esas corrientes fundamentalistas que resquebrajan su unidad nacional y aspiran a conquistar el poder, por las buenas o más bien por las malas, en una región donde no hay sistemas democráticos. Frente a ellos los Estados fundamentalistas, Irán, Siria, inmensamente ricos por su petróleo, arman una nueva guerrilla, el Hezbollah, que no representa una reivindicación territorial, o un pueblo en busca de destino. El enfrentamiento de hoy es con esa organización, cuyo único objetivo es, lisa y llanamente, la destrucción de Israel.
Los palestinos, a su vez, también han cambiado. Tienen ya su propio Estado, reconocido por Israel, e intentan una débil experiencia democrática, con un gobierno de quienes integraron una organización terrorista y hoy tratan de reconvertirse. Israel unilateralmente les ha devuelto la franja de Gaza,
pero ellos no han podido controlar a lo que, desde allí, al día siguiente de recibir graciosamente ese territorio, han vuelto a disparar cohetes contra la población judía de la zona. Todo ese pueblo palestino, que quiere la paz, porque incluso vive del trabajo que Israel le ofrece, es peón de estrategias que le son ajenas: le usan de bandera quienes quieren la guerra, le tironean hacia un lado y hacia el otro las facciones religiosas que dividen el mundo islámico y son idealizados por los occidentales que por una razón u otra
asumen un pacifismo cómplice con el terrorismo, mientras sus presuntos protectores -enriquecidos- no les brindan el amparo que fácilmente podrían regalarles. Esos palestinos saben que tendrán que entenderse con los judíos y los israelíes y saben también que tendrán que convivir con ellos, por los siglos de los siglos…
Europa, rica, bien comida y bien vivida, da volteretas en nombre de intereses variados. Le teme a sus minorías islámicas y en consecuencia, no está dispuesta a decir una palabra a favor de Israel.
Tampoco arriesgaría un soldado propio porque su impotencia militar ya es definitiva luego de que en
Kosovo, en su propio suelo, hubo de acudir a los norteamericanos para que salvaran -paradoja- a una minoría islámica amenazada de extinción.
Simplemente juega un rol político que maneja publicitariamente, pensando egoístamente en sus electores internos, sus intereses económicos en la región y la tranquilidad de sus barrios de inmigrantes. Hace pie en los errores norteamericanos, algunos monumentales como esa guerra sin fin ni destino del Irak, e intenta salvar su rostro ante unos y otros sin arriesgar nada.
El otro gran actor, este sí que fundamental, es el extremismo. El islamismo radical jihadista viene creciendo hace años, el mundo chiíta va imponiendo su visión primitiva del mundo y ha logrado golpear no solo a Israel sino al corazón de Occidente.
Los atentados contra Nueva York y Madrid le han dado conciencia de su poder. Ahora tiene de rehén al pobre Líbano, una vez más víctima de conflictos que le son ajenos. Los oportunistas temerosos de
Occidente prefieren refugiarse en la teoría de que esas bombas se las debemos a Bush y a Aznar, desconociendo que ellas estallarán contra todo aquel que no se resigne a que triunfe su visión teológica intolerante, racista, esclavista de la mujer y enemiga de las libertades individuales.
La guerra es siempre un exceso y los muertos nos duelen a todos. Podemos discutir la anécdota puntual, quien tiró primero o quien tiró después, quien dañó más o menos civiles (que siempre caen en la atrocidad bélica).
Pero no nos equivoquemos: más allá de las víctimas, en ese escenario del Cercano Oriente, vuelven a enfrentarse los valores autoritarios de la religiosidad fanática contra los principios de quienes creemos en la libertad política, en el Estado de Derecho, en la vida democrática, en la plenitud de los espíritus que sólo la sociedad abierta ofrece.
por Julio María Sanguinetti
Ex Presidente de la República de Uruguay
La simplificación vulgar presume que la guerra que hoy afecta a Israel y El Líbano es algo nuevo. En el propio mundo árabe se está hablando hoy de la 6ª Guerra. La verdad histórica nos dice que ella empezó el mismo día del nacimiento del Estado israelí, en 1948, y no ha cesado aún, con la alternancia de períodos de fuego y sangre con otros de diplomacia armada. No ha habido un día de sosiego, desde aquel lejano tiempo en que, bajo el influjo emocional del Holocausto perpetrado por los nazis contra el pueblo judío, la organización internacional se decidió a reconocerle un hogar que le diera asiento, en el que pudiera reencontrarse con sus tradiciones ancestrales y construir su nuevo tiempo.
Esa idea que ganó espacio en el mundo civilizado, necesitó, desde el primer día, de la voluntad de lucha del pueblo israelí. Fueron entonces los gobiernos árabes los que no aceptaron ni siquiera la creación del otro estado, el palestino, y desataron una guerra dirigida a impedir que aquel balbuceante Estado judío se consolidara. Esa guerra, esa misma guerra, es la que hoy continúa, con un conjunto de Estados u organizaciones islámicas que propugnan su desaparición, bajo la misma horrenda consigna repetida por tantos labios y que en los últimos meses ha reflotado el Presidente del Irán en su versión original: ¨Borraremos a Israel de la faz de la tierra".
Nadie de buena fe puede ignorar que este es el hecho central del conflicto, aunque los escenarios hayan ido cambiando. Todo lo que transcurre alrededor es accesorio a esta circunstancia nuclear: en el mundo árabe siguen existiendo grupos islámicos, que son gobierno en algunos Estados como Irán y Siria, cuya política es la destrucción de Israel y el exterminio del pueblo judío.
A partir de esa definición, que parece ignorarse, no hay duda de que el escenario ha ido modificándose y presenta hoy caracteres propios.
Israel ya no es el mismo débil Estado de 1948. Pero tampoco es la vigorosa nación militarizada de "La guerra de los 6 días" de 1967 o de la de Yom Kippur en 1973. Su éxito ha sido darle bienestar y cultura a su gente.
Como consecuencia, cada vida duele más y la movilización de sus jóvenes es un sacrificio que crece día a día. Frente a unos enemigos que siguen pobres pese a la riqueza petrolera de sus Estados y sus élites, y que -en esa pobreza y la ignorancia que ella provoca- son fácil presa para un extremismo violento e ilimitado.
Los Estados árabes tampoco ya son lo mismo. Egipto, Jordania, la Arabia Saudita, han crecido, se han desarrollado y han pactado -expresa o tácitamente- la paz con Israel hace muchos años. Y cuesta imaginar que retornen a la guerra. Pero están amenazados desde adentro por esas corrientes fundamentalistas que resquebrajan su unidad nacional y aspiran a conquistar el poder, por las buenas o más bien por las malas, en una región donde no hay sistemas democráticos. Frente a ellos los Estados fundamentalistas, Irán, Siria, inmensamente ricos por su petróleo, arman una nueva guerrilla, el Hezbollah, que no representa una reivindicación territorial, o un pueblo en busca de destino. El enfrentamiento de hoy es con esa organización, cuyo único objetivo es, lisa y llanamente, la destrucción de Israel.
Los palestinos, a su vez, también han cambiado. Tienen ya su propio Estado, reconocido por Israel, e intentan una débil experiencia democrática, con un gobierno de quienes integraron una organización terrorista y hoy tratan de reconvertirse. Israel unilateralmente les ha devuelto la franja de Gaza,
pero ellos no han podido controlar a lo que, desde allí, al día siguiente de recibir graciosamente ese territorio, han vuelto a disparar cohetes contra la población judía de la zona. Todo ese pueblo palestino, que quiere la paz, porque incluso vive del trabajo que Israel le ofrece, es peón de estrategias que le son ajenas: le usan de bandera quienes quieren la guerra, le tironean hacia un lado y hacia el otro las facciones religiosas que dividen el mundo islámico y son idealizados por los occidentales que por una razón u otra
asumen un pacifismo cómplice con el terrorismo, mientras sus presuntos protectores -enriquecidos- no les brindan el amparo que fácilmente podrían regalarles. Esos palestinos saben que tendrán que entenderse con los judíos y los israelíes y saben también que tendrán que convivir con ellos, por los siglos de los siglos…
Europa, rica, bien comida y bien vivida, da volteretas en nombre de intereses variados. Le teme a sus minorías islámicas y en consecuencia, no está dispuesta a decir una palabra a favor de Israel.
Tampoco arriesgaría un soldado propio porque su impotencia militar ya es definitiva luego de que en
Kosovo, en su propio suelo, hubo de acudir a los norteamericanos para que salvaran -paradoja- a una minoría islámica amenazada de extinción.
Simplemente juega un rol político que maneja publicitariamente, pensando egoístamente en sus electores internos, sus intereses económicos en la región y la tranquilidad de sus barrios de inmigrantes. Hace pie en los errores norteamericanos, algunos monumentales como esa guerra sin fin ni destino del Irak, e intenta salvar su rostro ante unos y otros sin arriesgar nada.
El otro gran actor, este sí que fundamental, es el extremismo. El islamismo radical jihadista viene creciendo hace años, el mundo chiíta va imponiendo su visión primitiva del mundo y ha logrado golpear no solo a Israel sino al corazón de Occidente.
Los atentados contra Nueva York y Madrid le han dado conciencia de su poder. Ahora tiene de rehén al pobre Líbano, una vez más víctima de conflictos que le son ajenos. Los oportunistas temerosos de
Occidente prefieren refugiarse en la teoría de que esas bombas se las debemos a Bush y a Aznar, desconociendo que ellas estallarán contra todo aquel que no se resigne a que triunfe su visión teológica intolerante, racista, esclavista de la mujer y enemiga de las libertades individuales.
La guerra es siempre un exceso y los muertos nos duelen a todos. Podemos discutir la anécdota puntual, quien tiró primero o quien tiró después, quien dañó más o menos civiles (que siempre caen en la atrocidad bélica).
Pero no nos equivoquemos: más allá de las víctimas, en ese escenario del Cercano Oriente, vuelven a enfrentarse los valores autoritarios de la religiosidad fanática contra los principios de quienes creemos en la libertad política, en el Estado de Derecho, en la vida democrática, en la plenitud de los espíritus que sólo la sociedad abierta ofrece.
Etiquetas: Islamofascismo
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