Terroristas y políticos aliados contra la sociedad
Dos muy buenos artículos de Gabriel Albiac:
Lo que no tiene nombre
Al aduanero que inquiere cuál va a ser ahora su domicilio, responde el exiliado, «habitaré mi nombre», en el bello poema de Saint-John Perse que tantas veces comenté en clase como trasunto poético del trágico destino del siglo veinte. Y de éste, por extensión, que es ahora el nuestro. Luchar por la propia condición: el nombre. Que es luchar contra la desposesión, siempre amenazante, de la dignidad humana. Luchar. Desesperadamente. Era 1941. Y aún era posible esta lucha por el nombre que elegimos, por la apuesta que en el nombre hacemos, testarudos, por lo que elegimos ser. No el nombre que nos dan. Ni que heredamos. El que nos vamos haciendo, día a día, a la medida exacta de lo único esencial: nuestro deseo. Era aún posible. Ya, ni eso.
He leído con estupor los titulares de la prensa. Varias veces. Lo que decían me era ininteligible. No por disfunción sintáctica. Por la extrañeza conceptual que produce la serena exposición de un absurdo. Es la fría emergencia, como norma, de lo lógica y moralmente horrible. Es ese tipo de pánico que paraliza un instante, antes de que logremos siquiera aceptar que ha sucedido. Los titulares de prensa. Ayer. «El alcalde y todos los concejales socialistas, del PNV, IU y un edil del PP, exigen al Foro Ermua que renuncie a su nombre». Que su nombre sea Nadie, como el de aquel errabundo Odiseo preso de la voracidad caníbal del cíclope Polifemo.
Toda discusión política se asienta sobre la presupuesta aceptación del nombre del otro. Acuerdo o desacuerdo vienen luego: cruces, en diversa medida negociados, entre sujetos que se reconocen tales. Negar el nombre es negar al otro; marcarlo, así, como no humano, como ya aniquilable. Todo acto formal de guerra presupone esa operación simbólica: hacer del enemigo lo que no tiene nombre. Aniquilarlo materialmente, luego, es casi redundante. No existió nunca. Como humano. Apenas si como cosa diabólica. El demonio, en todas las tradiciones, es aquel cuyo nombre propio escapa siempre.
Ermua no es una ciudad. No lo es sólo. Como no era una ciudad tan sólo el Berlín en el cual Kennedy proclama «Ich bin ein Berliner», «yo soy un berlinés». Tampoco Auschwitz es el nombre de un espacio en los mapas: Auschwitz es la letanía de una gran teología de tinieblas. Aquello que universaliza un nombre y que lo trueca en arquetipo es necesariamente siempre un cataclismo. Moral. Así fue Ermua. Uno dice Ermua. Y dice Miguel Ángel Blanco. Y la carga insoportable de una culpa: la de no haber sabido detener este infierno, antes de que el infierno fuera, como es ya, irreversible. Nada remediará eso. Eso hace de la realidad leyenda. Suelen decir los estadounidenses de mi edad que hay una sola pregunta para la cual todos sus compatriotas tienen respuesta inmediata: ¿dónde estabas el día y a la hora en que asesinaron a J.F. Kennedy? Exactamente, en España: ¿dónde estabas el día y a la hora en que asesinaron a Miguel Ángel Blanco?
Hay heridas que nunca cicatrizan en la memoria. Ermua es una de ellas. La que nuestro nombre habita. Sin remedio. Sólo habitan el nombre quienes por el nombre luchan. Y, demasiadas veces, mueren.
(LA RAZON, 6 de abril de 2007)
Lo que no tiene nombre
Al aduanero que inquiere cuál va a ser ahora su domicilio, responde el exiliado, «habitaré mi nombre», en el bello poema de Saint-John Perse que tantas veces comenté en clase como trasunto poético del trágico destino del siglo veinte. Y de éste, por extensión, que es ahora el nuestro. Luchar por la propia condición: el nombre. Que es luchar contra la desposesión, siempre amenazante, de la dignidad humana. Luchar. Desesperadamente. Era 1941. Y aún era posible esta lucha por el nombre que elegimos, por la apuesta que en el nombre hacemos, testarudos, por lo que elegimos ser. No el nombre que nos dan. Ni que heredamos. El que nos vamos haciendo, día a día, a la medida exacta de lo único esencial: nuestro deseo. Era aún posible. Ya, ni eso.
He leído con estupor los titulares de la prensa. Varias veces. Lo que decían me era ininteligible. No por disfunción sintáctica. Por la extrañeza conceptual que produce la serena exposición de un absurdo. Es la fría emergencia, como norma, de lo lógica y moralmente horrible. Es ese tipo de pánico que paraliza un instante, antes de que logremos siquiera aceptar que ha sucedido. Los titulares de prensa. Ayer. «El alcalde y todos los concejales socialistas, del PNV, IU y un edil del PP, exigen al Foro Ermua que renuncie a su nombre». Que su nombre sea Nadie, como el de aquel errabundo Odiseo preso de la voracidad caníbal del cíclope Polifemo.
Toda discusión política se asienta sobre la presupuesta aceptación del nombre del otro. Acuerdo o desacuerdo vienen luego: cruces, en diversa medida negociados, entre sujetos que se reconocen tales. Negar el nombre es negar al otro; marcarlo, así, como no humano, como ya aniquilable. Todo acto formal de guerra presupone esa operación simbólica: hacer del enemigo lo que no tiene nombre. Aniquilarlo materialmente, luego, es casi redundante. No existió nunca. Como humano. Apenas si como cosa diabólica. El demonio, en todas las tradiciones, es aquel cuyo nombre propio escapa siempre.
Ermua no es una ciudad. No lo es sólo. Como no era una ciudad tan sólo el Berlín en el cual Kennedy proclama «Ich bin ein Berliner», «yo soy un berlinés». Tampoco Auschwitz es el nombre de un espacio en los mapas: Auschwitz es la letanía de una gran teología de tinieblas. Aquello que universaliza un nombre y que lo trueca en arquetipo es necesariamente siempre un cataclismo. Moral. Así fue Ermua. Uno dice Ermua. Y dice Miguel Ángel Blanco. Y la carga insoportable de una culpa: la de no haber sabido detener este infierno, antes de que el infierno fuera, como es ya, irreversible. Nada remediará eso. Eso hace de la realidad leyenda. Suelen decir los estadounidenses de mi edad que hay una sola pregunta para la cual todos sus compatriotas tienen respuesta inmediata: ¿dónde estabas el día y a la hora en que asesinaron a J.F. Kennedy? Exactamente, en España: ¿dónde estabas el día y a la hora en que asesinaron a Miguel Ángel Blanco?
Hay heridas que nunca cicatrizan en la memoria. Ermua es una de ellas. La que nuestro nombre habita. Sin remedio. Sólo habitan el nombre quienes por el nombre luchan. Y, demasiadas veces, mueren.
(LA RAZON, 6 de abril de 2007)
El terror invertido
Es el mundo al revés, el de las últimas directrices de ETA. Al menos, a primera vista. «Terrorismo» –lo he escrito aquí ya muchas veces, y he tratado de esbozar su genealogía en mi «Diccionario de adioses»– no es ni voz intemporal ni vago sinónimo de brutalidad, muerte o violencia arbitrarias. Es una concepción de lo político. De modo más preciso: una concepción, cuidadosamente codificada, del Estado. Nacida en el París de los años más vertiginosos de la revolución que abre el mundo contemporáneo. Con fecha de irrupción en los diccionarios –entre 1789 y 1798 en toda su cadena léxica–, y con aún más precisa fecha de formalización teórica y jurídica: la Ley del Gran Terror del 10 de junio de 1794 (22 de prairial del año II, en el nuevo cómputo fijado por la Convention). Concepción alzada sobre una certeza intemporal: que el Estado es una necesaria máquina de guerra. Y sobre una constancia histórica: que en el «nuevo tipo de guerra» –la fórmula es de Marat– sin fronteras ni frentes que la revolución ha abierto sobre Europa a partir de 1789, la derrota o la victoria penden, no tanto del equilibrio material de los ejércitos sobre el campo de batalla, cuanto de la intimidación por encima de control, ley o garantía, que logre el Estado revolucionario imponer a quienes se le opongan, «en París más aún que en las fronteras». El terror contrarrevolucionario se constituirá, de inmediato, como un calco. Su fórmula más clara es la del manifiesto del 25 de julio de 1792, en el cual el Duque de Brunswick, al mando de las tropas austro-prusianas, promete pasar por las armas, tras su victoria, a todos los diputados de la Asamblea Nacional, a todos los alcaldes, concejales y jueces del país, a todos sus simpatizantes. Brunswick fue derrotado en Valmy. Y el pasado por las armas fue Luis Capeto. Eran las reglas del juego.
Trasplantado de la lógica defensiva de Estado a la lógica insurreccional por Blanqui a final del XIX, el terrorismo de los últimos cien años asienta sus retóricas sobre la mitología del desigual combate del ciudadano libre (y de sus organizaciones autónomas) contra la máquina omnipotente del Estado. Sus objetivos quedan fijados conforme a esa lógica. Por este orden: reyes, presidentes, ministros, altos funcionarios, militares…; la cadena jerárquica, en fin, del aparato del Estado. Frente a la cual, busca el terrorista la identificación sentimental con una población desvalida. Así fue en el anarquismo de final del XIX o en el populismo ruso; así ha sido en las locas derivas armamentistas nacidas medio siglo después, al abrigo de la guerra fría.
ETA vuelca en sus últimos documentos esa consagrada lógica populista. Procediendo a una actualización, hasta ahora inédita –sorprendente, en todo caso– del pensamiento reaccionario más descarnado. Todos los ciudadanos pasan a ser objetivo terrorista. Todos, menos aquellos que posean carnet del partido gobernante. Con ello se consuma un acontecimiento político que no tiene precedente: el terrorista se declara aliado de un gobierno en guerra contra la sociedad. Es el mundo al revés. En él vivimos.
Es el mundo al revés, el de las últimas directrices de ETA. Al menos, a primera vista. «Terrorismo» –lo he escrito aquí ya muchas veces, y he tratado de esbozar su genealogía en mi «Diccionario de adioses»– no es ni voz intemporal ni vago sinónimo de brutalidad, muerte o violencia arbitrarias. Es una concepción de lo político. De modo más preciso: una concepción, cuidadosamente codificada, del Estado. Nacida en el París de los años más vertiginosos de la revolución que abre el mundo contemporáneo. Con fecha de irrupción en los diccionarios –entre 1789 y 1798 en toda su cadena léxica–, y con aún más precisa fecha de formalización teórica y jurídica: la Ley del Gran Terror del 10 de junio de 1794 (22 de prairial del año II, en el nuevo cómputo fijado por la Convention). Concepción alzada sobre una certeza intemporal: que el Estado es una necesaria máquina de guerra. Y sobre una constancia histórica: que en el «nuevo tipo de guerra» –la fórmula es de Marat– sin fronteras ni frentes que la revolución ha abierto sobre Europa a partir de 1789, la derrota o la victoria penden, no tanto del equilibrio material de los ejércitos sobre el campo de batalla, cuanto de la intimidación por encima de control, ley o garantía, que logre el Estado revolucionario imponer a quienes se le opongan, «en París más aún que en las fronteras». El terror contrarrevolucionario se constituirá, de inmediato, como un calco. Su fórmula más clara es la del manifiesto del 25 de julio de 1792, en el cual el Duque de Brunswick, al mando de las tropas austro-prusianas, promete pasar por las armas, tras su victoria, a todos los diputados de la Asamblea Nacional, a todos los alcaldes, concejales y jueces del país, a todos sus simpatizantes. Brunswick fue derrotado en Valmy. Y el pasado por las armas fue Luis Capeto. Eran las reglas del juego.
Trasplantado de la lógica defensiva de Estado a la lógica insurreccional por Blanqui a final del XIX, el terrorismo de los últimos cien años asienta sus retóricas sobre la mitología del desigual combate del ciudadano libre (y de sus organizaciones autónomas) contra la máquina omnipotente del Estado. Sus objetivos quedan fijados conforme a esa lógica. Por este orden: reyes, presidentes, ministros, altos funcionarios, militares…; la cadena jerárquica, en fin, del aparato del Estado. Frente a la cual, busca el terrorista la identificación sentimental con una población desvalida. Así fue en el anarquismo de final del XIX o en el populismo ruso; así ha sido en las locas derivas armamentistas nacidas medio siglo después, al abrigo de la guerra fría.
ETA vuelca en sus últimos documentos esa consagrada lógica populista. Procediendo a una actualización, hasta ahora inédita –sorprendente, en todo caso– del pensamiento reaccionario más descarnado. Todos los ciudadanos pasan a ser objetivo terrorista. Todos, menos aquellos que posean carnet del partido gobernante. Con ello se consuma un acontecimiento político que no tiene precedente: el terrorista se declara aliado de un gobierno en guerra contra la sociedad. Es el mundo al revés. En él vivimos.
( LA RAZON, 4 de abril de 2007)
Ningún comentario que se me ocurra puede mejorar estos excelentes artículos. Eso sí, recomiendo leer su libro "Diccionario de adioses" al que hace mención en el segundo de ellos. Es muy bueno.
Etiquetas: Noticias desde eurabia
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